LA VIDA DE ANTAÑO II

Relato con origen : Castronuevo de los Arcos

Antiguamente la mayoría de las casas tenían horno propio donde se cocía el pan y luego se protegía con un paño blanco llegando a durar blando una semana. Con el paso del tiempo, a medida que los carros fueron desapareciendo, se empezó a fabricar pan en el pueblo. Quienes no tenían horno, lo compraban en casa de Tano o de Casto y su mujer Esperanza, que fueron durante mucho tiempo los panaderos del pueblo y disponían de maquinaria industrial, no tan sofisticada como ahora, pero suficiente para abastecer las necesidades de los vecinos. También las mujeres tenían la oportunidad de hacer sus dulces: aceitadas, rosquillas, moritos, bollos de Santa Águeda, mantecadas, bizcochos, flores, brazos de gitano...y así un sinfín de repostería que ellas mismas amasaban y luego cocían en el horno de la panadería, utilizándolo después para el consumo doméstico. Una repostería que, bien fuera hecha en el pueblo, o bien comprada, como la famosa caja de dulces de Próspero, de Belver de los Montes con su variedad de pastas recubiertas de fideos multicolores, me resultaban exquisitas.

El abastecimiento en los pueblos se efectuaba mediante carros que iban por las casas vendiendo provisiones de todo tipo: las hogazas de pan, el escaso pescado o los productos de ultramarinos, como el famoso "chocolate de Belisario", que era un chocolate de onzas gruesas y sabor algo terroso, con el envoltorio de papel marrón atado con un cordelito, y que prometía momentos felices para el paladar una vez abierto, cuando solíamos merendar a eso de las cinco de la tarde.

Me acuerdo de mi abuela que cuando oía anunciarse al tendero desde su carro o –años después- su furgoneta, se apresuraba a salir con el pequeño monedero de plástico negro. En la calle pronto se agrupaba un grupo de vecinas que compraban sus viandas, y regresaban luego a sus casas con ellas sobre el mandil a modo de atillo.

Los ultramarinos del Sr. Toribio o de Flores provenían de pueblos cercanos como Malva o Cañizo, en una época donde la gente de los pueblos decía "Sr. Fulano" en lugar de "Don Fulano" que era una expresión más propia para referirse a los "señoritos", es decir, a las personas económicamente más poderosas. Me refiero a un tiempo lejano donde se pesaba con balanza manual y las cuentas se hacían de memoria, con papel y lápiz, y con una exactitud matemática.

Los olores eran particularmente especiales y han dejado una mella específica en mi memoria, sobre todo era especial el aroma del pan recién hecho, que llegaba caliente a las casas y que llevaba escrito en la hogaza "pan de Bustillo del Oro" haciendo referencia al pueblo donde se había elaborado. A veces el pan llegaba caliente y yo me apresuraba a partir un trozo con la mano (el currusquillo o el cantero), que devoraba con auténtico delirio. El panadero que recuerdo mejor se llamaba Crece, era de Pobladura y dejaba tras de sí una estela a horno que me extasiaba.

Más tarde aquel sistema de venta ambulante se fue perdiendo, y hubo en el pueblo dos tiendas que vendían un poco de todo: desde tejidos a comestibles, pasando por tornillos, pinturas, hilos y todo lo que se pudiera necesitar. Eran pocos los que iban a la ciudad, a Zamora, a hacer compras a menos que fuera algo muy específico, porque el diario se resolvía en estos dos lugares que regentaban: en una tienda el matrimonio compuesto por el Sr. Lisardo y su mujer doña Benita, y en la otra el Sr. Zósimo respectivamente, y que a la muerte de ambos continuaron regentando sus hijos y más tarde sus nietos.

No eran muchas las necesidades de entonces, puesto que prácticamente en todas las casas había ganado: gallinas, cerdos de crianza, pollos, alguna cabra, conejos... y en cuanto a los productos del campo, era fácil encontrar algún vecino que explotaba una pequeña huerta de la que se abastecían varias casas. Por este motivo, leche, huevos, patatas, carne variada y verduras eran productos que no solían faltar; aunque la matanza del cerdo era el sustrato fundamental en la alimentación de las familias para todo un año, y pese a que entonces no existían los potentes frigoríficos y congeladores de hoy, se encontraban métodos igualmente efectivos para permitir que todo el despiece del cerdo durara varios meses.

En invierno la matanza era una tradición y un rito para todos los habitantes del pueblo, no solo por el hecho en sí de sacrificar al cerdo, sino porque las familias y vecinos se reunían en la casa donde se hacía la matanza y todos ayudaban en la faena: los hombres eran los que se dedicaban a sacrificar el animal, a chamuscarlo y despiezarlo, a separar los tocinos y los jamones que se envolvían en sal y luego se prensaban para colgarlos posteriormente de enormes clavos durante meses hasta que se secaban en los "sobraos" o las "paneras" de las casas.

Las mujeres cocían la sangre, freían las "chichas" y los "coscarones”, preparaban otras piezas que se secaban al aire y se consumían en salazón o ahumadas, adobaban las costillas y lomos dejándolos en una salsa con pimentón durante días para que tomara el sabor de los ingredientes, y picaban el resto de la carne del cerdo, a menudo mezclada con carne de vaca, para hacer chorizos y salchichones utilizando las propias tripas del animal que lavaban concienzudamente hasta quedar limpias para proceder a rellenarlas con el picado, sofreían los lomos previamente fileteados y los conservaban en su propia manteca que, en invierno, se cuajaba; de este modo se utilizaba toda la carne del cerdo, que era el sustento básico para comidas y meriendas a lo largo de todo un año.

Recuerdo el frío que hacía en la casa, el ajetreo de la gente entrando y saliendo afanados con sus quehaceres o las manos agrietadas y llenas de sabañones de las mujeres que se hundían en la carne picada amasándola a conciencia.

A mi madre le gustaban mucho los coscarones servidos en un plato con azúcar y miel y, pese a lo desaconsejado de ese tipo de alimentos para una dieta sana por la cantidad de grasa que contenían, solo el hecho de ver el placer con que se degustaban, merecía la pena.

Ocurría lo mismo con los torreznos, que eran trozos de tocino que se freían "churruscando" la corteza y que, junto con los chorizos caseros, constituían el menú que servía de merienda.

También los niños colaboraban en una tradición que era para mí particularmente grata: entregar a familias desfavorecidas o mujeres que vivían solas y no podían permitirse una matanza distintos trozos del animal que las mujeres iban apartando. Esta manera de compartir lo que se tenía era una constante entre los vecinos. Quien tenía verduras regalaba tomates, pimientos, guisantes; cuando había oportunidad de hacer un bizcocho, se tenía en cuenta a la vecina que estaba sola, o a quien estaba enfermo. Las puertas de las casas no se cerraban, y los niños iban y venían en la certeza de que no corrían peligro.

Mª Soledad Martín Turiño